3.11.09

Mi hija juega en una montaña de hojas secas. Muchas de las cosas que hago con ella desentierran memorias en las que no había reparado por mucho tiempo. El otro día lanzaba una pelota saltarina y mientras yo la perseguía recordé un anécdota personal que me importaba mucho cuando era más pequeño. Cuando vivía en la Gasca perdí una pelota saltarina como esa. Por años la idea de este juguete perdido me llenaba de sentimientos gozosos. Mi madre se inventó la historia de que la pelota seguía rodando, infinitamente, recorriendo el mundo en mi nombre. Esta idea alimentaba mi espíritu, la historia de la pelota saltarina, como ya dije, me definía como ser humano a esa temprana edad. Puedo decir con toda certeza que hasta los 12 o 13 años este episodio era algo así como una piedra angular de mi existencia. Volvía a él a cada rato, como se vuelve a las páginas de los libros que más gustan, páginas con la esquina doblada, con subrayados desiguales, con asteriscos deformes al márgen. Pero lo había olvidado por completo hasta el otro día.

Mi hija juega en el jardín. Hay otros niños. Hay otros padres. Ella se acerca a un niño de su misma edad con el que se lleva muy bien, se llama Tosh, es blanco y rubio a más no poder. La Cora se le acerca con cuidado y determinación, su mirada fija en él. Contemplándolo como si fuera un misterio. La madre del niño está parada cerca con las manos sobre la cadera. Sonríe. Somos vecinos. Nuestros hijos juean juntos. Les hemos pedido sal y azúcar. Hemos conversado de libros, del clima, de las hojas que caen, de los árboles que nos rodean. La Cora se para al frente del Tosh y levanta su mano violentamente. Le golpea en el cachete con todas sus fuerzas. ¿Qué se supone que debo hacer?
Me acerco enseguida, repitiendo la palabra "gentle" una y otra vez y el nombre de mi hija. Lo digo en inglés y lo suficientemente alto como para que la madre del Tosh me escuche. Sepa que estoy interviniendo, que no quisiera que mi hija le agreda al suyo, no adelante de los dos, que me apena lo que sucedíó. La madre de Tosh también se acerca. Dice algo entre dientes, habla con su hijo, "it´s ok", algo así. Tosh no llora ni nada. Pero está en estado de shock, si es que eso es posible a los dos años de edad. No le gustó lo que pasó pero tampoco entiende muy bien lo que está pasando ahora. Los padres bloqueando el paso de los niños.
La Cora se quiere acercar de nuevo. Yo estiro mi mano para anticiparme a cualquier golpe repentino. La Cora sólo quiere sobarle el hombro a su amigo esta vez, eso hace después de atacar, cuando escucha la palabra "gentle", eso significa "gentle, gentle".
¿Qué se supone que debo hacer? Esta claro que no me siento cómodo con la manera en que reaccione. Quizás no debí alterarme ni un poco. Quizás debí permanecer callado. No sé. Quizás debí reaccionar más rápido. Miremos el asunto desde una óptica aristoteliana: Yo soy el padre de esta niña que acaba de agredir a un niño vecino. Agredir a los demás, sin ningún tipo de justificativo, no está bien. Yo soy el padre por lo tanto respondo por los actos de la niña que está bajo mi custodia o mi cuidado, ¿está claro o no? ¿es así? ¿Qué tal si fuera al revés? ¿Qué tal si fuera la niña quien está al mando, y yo bajo su custodia? O más bien, ¿cuál es el propósito inherente de ser padre?
Se lo pregunto a la Martu sin introducir ningún tipo de contexto, así directo, secamente, "Hola, ¿cuál es el propósito inherente de ser padre?"
"Procrear. Asegurar la supervivencia de la especie." dice ella sin dubitación y continúa lo que estaba haciendo.
Entonces, el resto está fuera de nuestro diseño telelógico, no podemos responder por los actos de nuestros hijos ni por su crianza. La crianza es una extralimitación. Nos damos el gusto de hacerlo, de manera continua y sin relevo.

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