16.11.09

No es una figura retórica, vivimos entre un cementerio y un centro comercial. Justo en medio. Al lado del río de consumidores que añade ceros a las cuentas de sus tarjetas de crédito. Debajo de la colina donde yacen los que ya abandonaron este mundo. Por supuesto que nada de esto tiene algo de especial. Nuestra casa no siente las cosas de otra manera por ese hecho topográfico, urbano, por esa suerte. Es, simplemente, una casa, que como otras hemos logrado hacer nuestra sin mayor esfuerzo y en poco tiempo. Nuestra. Hay tanto misterio en esa sola palabra.

Anoche vinieron unos amigos por primera vez. Digerían todo lo que entraba por sus ojos, admirados y extrañados. Pero yo no podía hacer lo mismo. No podía ver lo que ellos veían. Tal vez no había admiración, tal vez no era extrañamiento. Yo no podía olvidarme de dónde estaba parado, o sentado. Era mi casa, la de siempre.

Por la tarde, estuve en una sala de cine escuchando al director argentino Lisandro Alonso. Como en muchos de los conversatorios de esta naturaleza, el ambiente va cambiando gradualmente. No es algo poderoso lo que ocurre. No es una fogata. No es una marea. No sé lo que es. Sólo que varía según la ocasión y que tarda en ser digerido. Es un plato de comida, quizás. Lisandro Alonso filmó La Libertad en diez días, eso contaba, en inglés, y mostró unos pedazos de la película. Yo la ví en el 2003, creo, en Quito, en el primer festival de cine Cero Latitud. A ratos me sorprendía de mi mismo. Que me haya demorado tanto en volver a ver una película que me gustó. Que la esté mirando en presencia del director, con otras quince personas, en Seattle, WA. Pero nada de esto en realidad significaba algo para mí. Tomé nota de las cosas que decía en un cuaderno con esfero de tinta verde porque me interesaba. Luego me acerqué y le dí la mano. Hablamos en español.

Hoy la familia decidió salir de la casa. Hacer un viaje por la carretera. Perder millas y millas de asfalto. Viajamos al norte. En la lluvia. Al norte. Cruzamos un brazo de mar en barco y eso estuvo divertido. La Martu, yo y los niños subimos a la cubierta. Miramos el agua por unos ventanales extensos. Yo me mareé un poco. Sigo mareado. En Kingston nos bajamos del barco y aceleramos a fondo hasta llegar a Port Angeles. Estacionamos frente al Estrecho de Juan de Fuca, se podía ver el Canadá al otro lado. Deambulamos risueños. Nos tomamos fotos. Entramos a un Centro de Vida Marina por insistencia del Julian. Fue una buena idea. Los niños se distrajeron jugando en un arenero unos minutos. La Martu y yo metimos nuestras manos en el agua fría de la península, acariciamos unas estrellas de mar moradas, gigantes.

Después de almorzar fuimos al cementerio. Hoy visité la tumba de Raymond Carver. Es un bloque de piedra negra con letras blancas. Dice su nombre, que fue poeta, escritor de cuentos cortos y ensayista. Hay una transcripción de uno de sus últimos poemas. También hay una foto pequeña de él junto a su segunda mujer Tess Gallagher. Debajo de la foto hay otra transcripción de otro de sus poemas últimos: Gravy. Ella tiene el nicho de al lado ya reservado. Dice su nombre. Que es (que fue, algún día) poeta, escritora de cuentos cortos y ensayista. Hay unas campanillas de viento adornado las tumbas. El lugar se llama Ocean View Cemetery. Queda sobre un acantilado, en las afueras de Port Angeles. La vista es realmente sobrecogedora. Caía una lluvia mínima. Las tumbas en perfecto silencio.

No logré sentir mayor cosa. Tomé un par de fotos y después me detuve, seco. Intenté concentrarme. ¿Qué podía dejar en la tumba? ¿Qué podía dejar de mí, ahí en la tumba de Carver? Me levanté y caminé hacia el filo del acantilado. Unos pájaros se sacudían en los arbustos. Míré alrededor, abrí los botones de mi pantalón y oriné. Cuando regresé a la tumba empezé a hablar. Le conté a Raymond que acababa de leer el libro de memorias que publicó su primera esposa. Le dije que ése era un lugar bonito. No podía entablar un diálogo, lo que salía de mi boca eran más como ensayos de frases sueltas sin mucha relación la una con la otra y sin mucho sentido. Igual, nadie me estaba escuchando. A lo lejos podía escucharle a la Cora quejándose. Empecé a regresar hacia el auto. No había dado muchos pasos cuando me detuve por completo de nuevo. Me di la vuelta y dije gracias, en inglés. No sé. Luego me fui.

En el auto, con las plumas yendo y viniendo sobre la superficie del parabrisas y la calefación, yo digería. Sólo podía sentir arrepentimiento. Pensaba en que no había estado en la tumba de Carver lo suficiente. Había viajado hasta la punta del continente americano para demorarme menos de diez minutos. No sé si pueda regresar algún día. ¿Cómo no le llevo a mi hija de dos años para que camine alrededor de la tumba de Raymond Carver? ¿Cómo no me saqué una foto ahí, al lado de ese nombre grabado sobre la piedra? Estuve a punto de dar la vuelta y regresar. Pero ya pasó. Poco a poco lo digerí. La carretera, la noche, el mar se llevó los desechos, el empacho. Yo me quedé con el alimento. Llegamos a casa y comimos. Luego nos bañamos y vimos una película de Disney. Acostamos a los niños. Yo me quedé escribiendo. Son las cuatro de la mañana y lo único que me importa es que el viento aúlla.

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